Lo viejo funciona: la literatura no le teme a la edad
Desde este sábado, Río Negro suma un nuevo suplemento, Lecton, dedicado a la literatura, a las historias de ficción y a las historias reales, a los escritores, y a todo lo que pueda caber en un libro. La de hoy es una edición dedicada a los libros que hablan de los adultos mayores, un tema que en general es relegado pero que ahora toma otro impulso. Una mirada sin prejuicios.
«La gran mayoría de la humanidad ve la llegada de la vejez con tristeza y rebeldía. Les llena de más aversión que la muerte misma”. La frase no tiene nada de nuevo. Es de Simone de Beauvoir, del libro “La vejez”, y de 1970. Pero aún es actual, funciona. Lo viejo, como diría el tano Favalli en la serie “El Eternauta”, funciona.
Aunque la vejez y sus dimensiones no son un tema recurrente en la literatura, hay excepciones. Griselda Gambaro salda esa falta en cuentos como “La soledad” y “Fraternidad”, por ejemplo, y también Sylvia Molloy, con su agudeza para ponerle palabras al olvido.
Hay achaques, claro; hay algo menguante, sí; pero las historias que traen la ficción y la no ficción son tan apasionantes como diversas, sin ser aleccionadoras, sin ensalzar, pero también sin desprecio.
Ahí está, por ejemplo, Florentino Ariza, que espera cincuenta años, nueve meses y cuatro días para reunirse con su amor de juventud, Fermina Daza, en el clásico “El amor en los tiempos del cólera”, de Gabriel García Márquez.

Ahí está, la ácida y malhumorada Olive Kitteridge, uno de los grandes personajes de la gran escritora que es Elizabeth Strout. Olive, con su carácter envarado y poco amable, aparece en varios libros de Strout, pero en el que lleva su nombre (“Olive Kittteridge”, Duomo ediciones) hay un mundo que incluye hijos despechados, viudas que se preguntan acerca del sentido de su vida; personas mayores que se ilusionan por la posibilidad de un nuevo amor; muertes súbitas; matrimonios que duran gracias a la inercia, y también soledades dolorosas, violencias injustificadas. La vida, con sus momentos de desencanto, coraje, desconcierto y grandeza.

Ahí está también Michka Seld, el conmovedor personaje de “Las gratitudes”, de la francesa Delphine De Vigan, editado por Anagrama. Un libro que pone uno de sus pies sobre el acto de agradecer – agradecer a quienes lo merecen, como y cuando lo merecen, y antes de que sea tarde-. y el otro, quizás el que pisa más fuerte, en el paso del tiempo y lo que significa envejecer.
Ahí está, también, ese grupo de ermitaños que vive en un bosque, en la luminosa obra de la canadiense Jocelyn Saucier, editado por Minúscula, “Y llovieron pájaros”. El libro es un elogio a la libertad y la sabiduría, una historia coral y profunda no sólo sobre esa etapa de la vida sino también sobre algo tan crucial como elegir dónde vivir y cómo morir.
Y ahí está Lemuel Sears, el protagonista de la última novela de John Cheever, ese testamento sereno, alejado de la amargura que marcó su obra, una coda diáfana que reivindica la capacidad de mantenerse en pie cuando todo parece tambalear alrededor.

“Un día me di cuenta que era viejo. Y escribí el libro buscando cómo pasar lo mejor posible esta etapa tan larga de la vida”, dice el escritor, historiador y médico especializado en psiquiatría y psicoanálisis Pacho O’Donnell , que publicó “La nueva vejez” (Editorial Sudamericana) y lo convirtió en best seller.
Dentro de ese universo se inscribe también el libro que publicó Seix Barral de la escritora argentina Adriana Riva, “Ruth”. La novela, una de esas historias que no sólo se disfrutan sino que difícilmente se olvidan, es fascinante, divertida, una reflexión inteligente y tragicómica sobre la vejez, el paso del tiempo, y los recovecos del deseo que no está atado a las obligaciones.
La vejez no tiene una sola cara. “Hay tantas vejeces como viejos”, dice en la entrevista con Lecton la escritora Adriana Riva. “Es un período que lo único que tiene de determinante es que es el último”, agrega ella.
Hay tantas vejeces como viejos. Y aunque no sea un tema recurrente, en la literatura asoma una mirada que toma distancia de ese planteo -tan frustrante y útópico como recurrente- que ve a la juventud o al parecer joven como un bien supremo. Lo hace con historias sin golpes bajos, sin displicencia, con tantos matices y texturas como sea posible, sin transformar a la vejez en un largo quejido ni en un destino aterrador y de bajo presupuesto.
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