En el nombre de la hija: libros que cuentan a las madres

Después de un boom de libros que cuentan la maternidad, llegan publicaciones de autoras que miran a las madres. La ausencia, el amor, la enfermedad, la devoción, la necesidad de entender, el homenaje. Un prisma con claros y oscuros para narrar aquello que por razones diversas es fundamental.

En los últimos años, hubo una suerte de boom de libros sobre la maternidad. Ficción y no ficción transitaban ese camino – algunas aún transitan- sin adorno, con ternura a veces, pero casi siempre con la crudeza de los momentos más desconcertantes, o agotadores, o angustiantes de la crianza. La maternidad salió del clóset. Fue una manera de decir que no todas las experiencias son iguales, ni tan ideales. Y que aunque deseada, tiene momentos de zozobra, de fragilidad, de conflicto, de profunda indefensión.


Pero ahora hubo un giro, de la mano de narradoras que no cuentan la maternidad sino a sus madres. La ausencia, el amor, la enfermedad, la devoción, la necesidad de entender, el homenaje. Un prisma con claros y oscuros para narrar aquello que por razones diversas es fundamental.


Annie Ernaux, la escritora francesa y Premio Nobel de Literatura 2022, que tantas cosas hizo antes que el resto, escribió en 1987 sobre su madre en el libro “Una mujer” (Cabaret Voltaire). Allí, Ernaux narra la muerte de su madre, pero también la enfermedad -Alzheimer- que la alejó dos años antes del mundo, cuando borró sus recuerdos, la volvió pura ira y sospecha, y disminuyó su capacidad intelectual. Ernaux no sólo recorre la vida de esa mujer, marcada por la guerra, sino también su búsqueda terca por superar la pobreza, su acotada formación y hasta sus modales.


Ernaux hurgó en el pasado para entender. Empezó a escribir el libro tres semanas después de que su madre -“la mujer más importante de mi vida”- muriera. Y contó la verdad, despojada, fría, como exhibida sobre un mármol. Campesina y obrera en una fábrica de margarina y en una fábrica de cuerdas, la madre es una mujer dominante, religiosa, orgullosa, pero sobre todo una incansable promotora del ascenso social de su hija, a quien envió a estudiar y a quien cuidó con celo del destino más temido por las mujeres de la clase baja: la fábrica y el embarazo prematuro. «Ella servía papas y leche de la mañana a la noche para que yo estuviera sentada en un anfiteatro oyendo hablar de Platón», escribe Ernaux.

El amor y el dolor

Más cerca, más acá, se inscriben en la lista un puñado de escritoras argentinas que también reflexionan sobre esa relación fundante. No hay ficción en esa búsqueda: el vínculo se desentraña desde la historia personal. Es un vínculo que se puede explicar desde el amor y la devoción, como en “Rally de santos” (La parte maldita, 2020), de la pampeana Ángeles Alemandi, el relato de una hija que cuenta su enfermedad mientras su madre inicia un periplo por la patria del milagro en busca de una cura en estado místico. “El Padre I dio instrucciones de que tenía que llevar una medalla de la Virgen en mi teta izquierda y estaría bien. Cuando mi madre me lo contó apreté la carcajada. Pensé que era una ridiculez, pero leí en cada movimiento de su cuerpo, en la urgencia por abrir la cartera para encontrarla y entregármela, en sus ojos de pollo mojado, pollo asustado, pollo que ve venir al dueño del criadero a partirle el cuello para hacerlo guiso, y no me quedaron dudas: mi madre creía en eso”, escribe Alemandi.

Es un vínculo que puede empezar a descifrarse en el tanteo a oscuras de una respuesta, no del por qué, sino del antes y de lo que queda después, como en “Negro casi azul” (Vinilo 2021), de Paula Mariasch, el relato de una mujer que quiere ser madre y traza un puente con el suicidio de su madre. El mismo tema -el suicidio de la madre, una noche de abril- lo retoma apenas después, su hermana Marina en el desgarrador “Efectos personales” (Emecé, 2022).

Luego de una decepción amorosa, la mujer preparó su muerte y se arrojó al vacío desde una habitación de un hotel en el centro porteño. ”Ahora no podía descifrar un sentimiento. No es como la muerte normal si hay algo de normal en la muerte. Nada del ciclo: negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Incluso dicho así ese proceso suena un tanto esquemático. Esto era: madeja, enjambre, locura, bronca, culpa, vergüenza, death metal, limbo, fiesta (tenía visitas todo el tiempo, las amigas se quedaban a dormir, pijama party), odio, asco, gusto a clavos oxidados», escribió la poeta, editora, periodista cultural y narradora, Marina Mariasch.

Mucho más cerca en el tiempo, todas el año pasado, cuatro autoras , también argentinas, exploran esa relación desde la necesaria distancia, o de la enorme cercanía, que ocurre cuando las madres dejan de ser el sostén y se convierten en alguien a quien cuidar.

Con humor ácido y punzante, la periodista, escritora y dibujante Maia Debowicz explora la ausencia y un vínculo tóxico en “Los ruidos vienen de la cocina” (La Crujía, 2024). Ella misma define el trasfondo de un libro que cuenta el nacimiento de cinco conejos en su cocina como «la historia del amor imposible con una mujer: mi mamá. Esta es también la historia de otras mujeres que me cuidaron, por y de mi mamá. De personas y animales que irrumpen para redefinir al amor, o lo que creímos que era eso». Se escribe para tomar distancia y elegir otro camino.

En “La lengua rota” (Ediciones B, 2024), Majo Moirón vuelve a su infancia, a un momento crucial: tras una operación de espalda que no sale como se esperaba, su madre ya no se puede expresar con claridad. Confunde las palabras, no se puede decir lo que quiere, deben enseñarle a hablar de nuevo. «El paraíso de mi infancia se cortó sin la lengua madre, o tomó otra forma pero hubo un cortocircuito. Me interesa en particular ese momento donde una niña tiene que crecer de golpe», escribió la autora sobre su libro.

“Como mi mamá no podía hablar bien o se confundía, muchas cosas tuve que aprenderlas sola. En las palabras tengo una herida, pero también una necesidad. En una entrevista, Claire Keegan dijo que escribe desde la vergüenza, lo no dicho. El episodio de mi mamá era algo que nos daba vergüenza, algo que nos faltaba y debíamos tapar, olvidarlo, seguir. A mí siempre me interesa escribir sobre lo que no se está diciendo en una mesa, pero está ahí, como el zumbido de una mosca”, dijo también.

La hija menor de la familia, María, enamorada del campo y de su yegua Materia, toma las riendas del relato. La autora elige el punto de vista “infantil”, plantado en ese momento de la vida en el que el único punto de referencia de la realidad son las palabras de la madre o del padre, y se concentra en el ambiente familiar, completamente trastocado por la internación de la madre, que en la casa es reemplazada por un trío de mujeres: Amalia, la hermana mayor; Matilde, la abuela materna, y Elvira, la empleada doméstica. Desde la perspectiva de las hijas, el padre, desorientado, intenta desempeñar su mejor papel. “Lo miro, pareciera no saber qué hacer solo. Con mamá al lado lucía más fuerte, tengo la impresión de que se achicó», observa la narradora.

Escribir para seguir.

En “Unidad mínima de familia” (Vinilo, 2024), la escritora y periodista Julieta Habif reconstruye no el día sino los días que siguen al instante en que la vida cambia por completo y altera lo vital. La suya era una familia de dos: una mamá, Silvia, ginecóloga, 61 años, que una mediodía se va a almorzar con sus amigas y a jugar al tenis, y una joven de 23, ella, la hija, que unas horas más tarde, mientras está pintándose las uñas, recibe un llamado. Le avisan que Silvia se “descompensó”, y que una ambulancia la llevó de urgencia al hospital. Las malas noticias suelen recostarse sobre eufemismos: la descompensación pasó a ser embolia y la embolia, un aneurisma. La familia mínima de dos quedó alterada. Por completo.

El libro de Habif, editado por Vinilo en noviembre de 2024


A partir de aquella tarde y durante los próximos cinco años, Silvia permanecerá internada, en un estado casi vegetal de parpadeos y algún movimiento muy leve entre letargos interminables. Y Julieta tendrá que hacer su propio camino de dolor y de incertidumbre, y tendrá que tomar las decisiones que su madre ya no puede tomar.

Este es un relato crudo, un texto tan descarnado como conmovedor, que reflexiona sobre la idea del rol de la familia como sostén, como zona segura de afecto y contención, sobre la soledad, y también sobre la muerte digna. Se escribe para dejar nuevas preguntas.


A esa lista se suma Julieta Correa que a fines de 2024 publicó su primera y conmovedora novela “¿Por qué son tan lindos los caballos?” (Rosa Iceberg, 2024). Diario, crónica, bitácora de viaje por días desconcertantes, reflexiones, algo de humor. En plena pandemia del Covid que encerró a todos durante buena parte del 2020, Sari, su madre, es diagnosticada de demencia frontotemporal. Tiene 61 años y es -era- la memoria de la familia: la que anotaba todo, la que dejaba registro de todo en decenas de libretas y cuadernos que Julieta descubre por la casa. No es sólo una espía curiosa: busca en los diarios la clave de esa enfermedad que hace que su madre pierda las palabras y con ellas, los recuerdos. Este es un libro sobre la relación madre-hija, pero también sobre la memoria, el cuidado, el duelo, y lo que se pierde cuando ya no se puede decir. Se escribe para descubrir y encontrar, con amor.

Son, en todos los casos, historias reales, atadas a un vínculo único. Están escritas para entender, para seguir, para dejar nuevas preguntas, para homenajear, para tomar distancia, para no olvidar.


En los últimos años, hubo una suerte de boom de libros sobre la maternidad. Ficción y no ficción transitaban ese camino - algunas aún transitan- sin adorno, con ternura a veces, pero casi siempre con la crudeza de los momentos más desconcertantes, o agotadores, o angustiantes de la crianza. La maternidad salió del clóset. Fue una manera de decir que no todas las experiencias son iguales, ni tan ideales. Y que aunque deseada, tiene momentos de zozobra, de fragilidad, de conflicto, de profunda indefensión.

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